Sonreímos complacidos: nos hemos integrado, estamos en el buen camino. Un trabajo y un horario esclavo, un piso y una hipoteca, un coche y unos atascos, una lavadora y su garantía aún por sellar, un televisor y una adicción, un boleto de lotería y un “por_qué_no_me_toca”, un plan de pensiones y una juiciosa previsión, una familia y unos hijos a quienes enviar a la universidad. Bis. Una familia y unos hijos a quienes transmitir este cansino ciclo:” hazte una persona respetable, consigue trabajo, cómprate un piso, funda una familia y -qué ironía- disfruta de la vida”.
Somos extraordinariamente parecidos. Parecemos vulgares calcos fruto del caprichoso marketing de cualquier multinacional y maquiavélicamente regulados por algún tipo de poder... ¿Somos tan horrorosamente iguales? ¿Somos realmente así? ¿Nacimos ya así?
Quisiera creer que no. El descubrimiento de un personaje como Ignatius Reilly de “La conjura de los necios” me trae nuevas y renovadas esperanzas en la individualidad, en el pensamiento original, en la reacción imprevisible del género humano. Lo único que lamento que mis elogios no supongan ninguna novedad. Existe unanimidad para el colectivo de críticos o lectores: es indiscutible la aclamación para esta obra literaria del malogrado John Kennedy Toole ( se suicidó sin haber podido publicar su obra, su madre, tiempo después, consiguió que una editorial que no se solía dedicar a este tipo de literatura la publicara).
Ignatius Reilly es un treintañero que vive con (y a expensas de) su madre, cuya personalidad ya merecería un tratado aparte. Ignatius Reilly reniega de su (nuestro) mundo tan tristemente poco estético, y así pretende denunciarlo mediante su prosa, que califica de superlativa. Jamás sabré si llegaba a tomarse en serio a sí mismo, pues abunda en la ironía y el cinismo, pero no seré yo quien me atreva a desmentir sus pretensiones de genio. Su amor propio, fingido o real, es fiel representación de su físico, inmenso y esclavo de su válvula pilórica. Todo ello aderezado del poco (nulo) reconocimiento social del que goza, lo que convierte al resto de personajes que desfilan por su vida en auténticas caricaturas, especialmente si los vemos a través de las ácidas descripciones del propio protagonista.
Ignatius es un individuo al que todo el mundo preferiría evitar, incluso nosotros mismos, pues su ego y desprecio destaca muy por encima de su evidente erudición. Aún así, nadie discute su aguzada visión de las cosas, que hace pensar en una privilegiada fórmula contra la inercia mental, aunque pueda ser fruto de una permanente pereza. En primera instancia rechazamos sus ideas, casi con repugnancia, para de inmediato disfrutarlas por su exagerada desfachatez, y acabamos detectando una extraña coherencia que parece reclamar una lectura mucho más atenta. Quién sabe si, de haber evitado los convencionalismos, no podríamos ser un Ignatius´.
Tal vez en algún momento, cuando incluso nuestro amor más preciado parece no comprendernos y el más accidental de los transeúntes nos mira con mala cara, empezamos a incubar la posibilidad de vivir bajo una mascarada. El camarero entonces nos sirve el café quemado, contiguo a nosotros se sienta un vagabundo que no deja de observarnos con vehemencia. En la incomodidad de tal instante alimentamos la terrible duda de si estamos siendo objeto de una conspiración, de una especie de cruel prueba para evaluar nuestra entereza, nuestros defectos o virtudes. La paranoia parece alcanzar su apogeo hasta que el griterío proveniente de la televisión del bar, o la enervante musiquita de las máquinas tagraperras tiñen la escena con la habitual vulgaridad y recuperamos la compostura. Pero la próxima vez no, la próxima ocasión pienso identificarme con la imagen del insigne Ignatius y convertirlo en mi paladín, en mi modelo de virtuosismo que me ayude a preservar la poca esencia original que pueda tener. Porque cuando todo nos sale al revés, cuando el azar parece volverse en nuestra contra, cuando el mundo parece no estar hecho a nuestra medida, cuando –en definitiva- descubrimos nuestra singularidad, amigos míos ¿Quién nos dice que no somos víctimas de un complot contra nuestra esencia?