Para crear este célebre personaje, el autor hizo confluir dos tradiciones: el vampiro literario presente,
El autor se distancia de la acción empleando técnicas indirectas para contarla: diarios, cartas y artículos de periódicos... ofreciendo un punto de vista múltiple que le permite alterar el ritmo narrativo. Esta técnica narrativa incrementa la verosimilitud del relato. Drácula es el protagonista y en realidad el único personaje de la novela. Pero Drácula no escribe, es el único que no hace de co-narrador y, sin embargo, desde su silencio, domina el espacio narrativo. Encuentro magistral que llegue a alcanzar esta preeminencia sin contar con voz propia, y este es, a mi parecer, uno de los grandes aciertos técnicos de la novela.
El argumento versa sobre un personaje extraño y misterioso que quiere establecerse en Inglaterra para desde allí dominar el mundo, y fracasará en su propósito gracias a la intervención de unos personajes que se enfrentarán a él hasta destruirle. A esta trama principal se superponen otras de secundarias como la historia de Jonathan Harker en el castillo, la enfermedad de Lucy, la persecución final... La piedra clave que cohesiona todas estas escenas narrativas viene dada por el enfrentamiento entre dos fuerzas: el bien y el mal, la luz y las tinieblas, lo racional y lo irracional.
El carácter binario del tema también se refleja en la estructura misma de la novela que se reparte en dos grandes bloques simétricos, siendo el capítulo XV el punto de inflexión del relato en el que finaliza un bloque y se abre el otro. El primer bloque presenta todos los ingredientes característicos de una novela de terror: intriga, sangre, muerte, misterio... En el segundo bloque lo que impera es la acción, el acoso, y la novela adquiere tientes propios de una novela de persecución. Es una novela dual en todos los aspectos y esta bipolaridad esencial se manifiesta continuamente través de una serie de oposiciones: Día/noche, vida/muerte, muerte/inmortalidad...
De esta novela destaco principalmente la plasticidad de sus imágenes. Stoker recrea con tal maestría los ambientes que el castillo se ve, la cripta se palpa, las telarañas se rozan, los olores nos penetran.
Todas las religiones pretenden establecer una relación no traumática entre la vida y la muerte. En Drácula esta pretensión se desbarajusta al introducirse una tercera variable: vivir eternamente más allá de la muerte en un estado que encierra características de lo fugaz (la vida) como el disfrute del cuerpo, y de lo eterno: la perdurabilidad: El espacio del vampiro es una especie de infierno provisional o purgatorio perenne, donde se sobrevive o sobremuere con un riesgo definitivo desde el punto de vista del cristianismo: la pérdida del alma, la condena eterna. La muerte pues, actúa como una amenaza y una tentación. El vampiro es un parásito que requiere de sangre ajena. Su vida y maldad se reduce a buscar este precioso alimento. La sangre representa la vida, símbolo de la caducidad del hombre y de sus limitaciones. Su ausencia es la muerte, la palidez, su síntoma. La sangre es también un vínculo. Drácula da a beber sangre a Mina pronunciando las contrapalabras evangélicas: “Eres ahora carne de mi carne, sangre de mi sangre, de mi propia raza, mi generoso lagar” Beber la sangre es, pues, símbolo de comunión amorosa, y presenta claras connotaciones eróticas, es un impulso que participa de la pulsión de la entrega, del deseo de salir de uno mismo para fundirse con el amado, el deseo de morir para vivir en el otro, instinto de permanecer más allá de los propios límites.
Como no podía ser de otro modo, esta novela trascendió las intenciones del mismo autor y no solo rompió la falsa tranquilidad de los hogares mentales de los lectores de su época si no que se ha convertido en una novela imperecedera como su protagonista.
martes, octubre 31, 2006
Drácula, de Bram Stoker.
viernes, octubre 27, 2006
Los mellizos Richardson
Se trata de un caso raro, que solo se da en un caso entre un millón de niños nacidos el mismo día
Layton y Kaydon Richardson son dos hermanos mellizos de Middlesbrough, Reino Unido. Como muchos otros gemelos o mellizos, nacieron el mismo día. Pero tienen una peculiaridad con el resto: son de distinto color. Se trata de un extraño caso; de hecho, sólo ocurre en uno de cada millón de mellizos que nacen. Los gemelos son los hermanos nacidos del mismo parto y procedentes de un solo óvulo; los mellizos, procedentes de dos óvulos fecundados, no tienen por qué guardar parecido.
martes, octubre 24, 2006
Hildegart Rodriguez
Todo sucedió en España y hace casi un siglo. Aurora Rodríguez era una mujer con graves delirios de grandeza. Tan graves que un buen día decidió emular a Dios y tener un hijo que salvara a la Humanidad. O, mejor, una hija, una niña a la que educaría para ser la Primera Mujer Libre, el prototipo de la nueva sociedad. Y así, Aurora programó su embarazo y parió a Hildegart, a quien amaestró desde la cuna con férrea mano de domadora circense, hasta convertirla en un ejemplar anómalo y excepcional, en una pobre niña prodigio. Hildegart aprendió a leer antes de los dos años, a escribir antes de los tres. Con ocho dominaba el francés, el inglés y el alemán. Con catorce se lanzó a la vida pública y comenzó a escribir en los periódicos, a dar conferencias, a redactar libros, a participar en la política (ingresó en las Juventudes Socialistas y en UGT). A los diecisiete había terminado la carrera de derecho y era famosa. Un año después, en 1933, Hildegart quiso hacer uso de esa libertad para la que supuestamente había sido educada. Quiso independizarse de su madre. Y Aurora, para impedirlo, le pegó cuatro tiros una noche de verano, mientras dormía.
Esta historia truculenta ocasionó en su momento un enorme revuelo, no sólo por el morbo de parricidio y por la popularidad de la víctima, sino también por razones políticas: Hilde era una figura radical y polémica, militaba en la izquierda (en 1932 rompió con los socialistas e ingresó en el Partido Federal), era una muchacha que hablaba de sexo y que arremetía contra las prerrogativas de una rancia Iglesia. De hecho, el juicio de Aurora, celebrado en 1934, estuvo muy mediatizado por la ideología y visto desde hoy resulta un disparate. Aurora Rodríguez era una mujer mentalmente muy enferma. Tanto sus actitudes como sus declaraciones ante el tribunal fueron por completo delirantes pero, aun así, los peritos psiquiátricos del fiscal dictaminaron que estaba en sus cabales, y por consiguiente fue condenada a 26 años de prisión. Con esta sentencia probablemente se pretendía demostrar que el horrible crimen no había sido un producto de la enajenación, sino de la disolución de costumbres y de la depravación de los izquierdistas.
Aurora acogió el veredicto con regocijo mesiánico. Durante el juicio ya había protestado contra su propio abogado defensor por decir que estaba loca, cosa que, naturalmente, ella negaba. Ahora, declaró, iba a aprovechar su paso por la cárcel para reformar por completo el sistema de prisiones. Disparataba tanto y era tan violenta que en la cárcel se convirtió inmediatamente en un problema. Allí, claro está, era imposible negar la evidencia de su desequilibrio, de manera que a los pocos meses el director de la prisión pidió otro informe médico y consiguió que Aurora fuera trasladada al psiquiátrico de Ciempozuelos en 1935.
Al año siguiente estallaría la Guerra Civil, esa gran locura colectiva que arrasó con todo. También con la historia de Aurora y Hildegart, que quizá había quedado demasiado pegada, por proximidad temporal, al conflicto bélico. Tal vez sea por eso por lo que este caso fascinante ha sido tan poco estudiado. Existe una escasísima documentación sobre el tema (un texto de un contemporáneo, Eduardo de Guzmán; una película de Fernando Fernán-Gómez; dos o tres trabajos periodísticos y científicos) y si no fuera por el libro esencial de Rosa Cal, A mí no me doblega nadie (Edicios do Castro), que es un trabajo de investigación casi detectivesco sobre documentos originales, apenas si sabríamos nada sobre la verdadera tragedia de esta historia. Sobre el horror que se oculta bajo la escueta noticia criminal.
De hecho, durante mucho tiempo se creyó que Aurora había permanecido en prisión y que, puesta en libertad tras las excarcelaciones de 1936, se había esfumado en el ancho mundo. Hasta que en 1987 el psiquiatra Guillermo Rendueles y el psicólogo Alejandro Céspedes encontraron en Ciempozuelos el historial de Aurora Rodríguez y lo hicieron público. Así se supo que la parricida había sido enviada al sanatorio mental y que ya no lo había abandonado hasta morir, olvidada de todos, veinte años más tarde.
La lectura del historial clínico de Aurora resulta angustiosa. En primer lugar, porque es un ejemplo de una literatura psiquiátrica dura y arcaica, más cercana al atestado policial que al informe médico. En una treintena de folios (pocos me parecen para veinte años), las palabras de la paciente son recogidas con una especie de desinterés mecánico: ya se sabe que, en los viejos manicomios, imperaba el criterio de que los locos sólo decían locuras, esto es, cosas sin sentido, cuando lo cierto es que lo que llamamos locura consiste precisamente en darle otro sentido a la realidad. Pero es que además el informe clínico va haciendo un retrato desolador de la lenta demolición de Aurora, de su progresivo destrozo como persona. En prisión, Rodríguez podía seguir considerándose una heroica y grandiosa reformadora social perseguida por sus ideas; pero en el psiquiátrico no era más que esa loca a quien nadie hace caso, a quien nadie ve, de la que nadie se acuerda. En las primeras entrevistas todavía era la Aurora de antes, pedante, egocéntrica y terrible. Una mujer abominable. Instalada aún en su delirio demiúrgico, se dedicó a confeccionar muñecos de tamaño natural con genitales y el pene erecto, ya que no podía volver a crear una muñeca de carne y hueso como la pobre Hilde. Pero esa etapa de frenesí prepotente duró poco. Diez años después apenas si hablaba, sólo lloraba y repetía que sufría espantosamente y que su único deseo era morir fuera del psiquiátrico. En los últimos cinco años se negó a ver a los médicos, ni siquiera a los de medicina general. Estaba ciega y vivía en un infierno depresivo.
Sí, el destino de Aurora es sobrecogedor y mueve a compasión. Pero, al mismo tiempo, uno experimenta un primitivo sentimiento justiciero, como si la mujer hubiera merecido tal castigo. Porque es un ser que resulta odioso. Nunca se arrepintió de haber asesinado a su hija, antes al contrario, se vanagloriaba de ello: “Como una gran artista que puede destruir su obra si le place, porque un rayo de luz se la muestra imperfecta, así hice yo con mi hija a quien había plasmado y era mi obra”. Solemos decir de manera errónea que alguien es un loco (sin embargo, nunca decimos que un enfermo de cáncer es un canceroso, por ejemplo), como si eso, la locura, fuese todo lo que ese individuo es. Pero no es cierto: más allá de la dolencia mental sigue existiendo la persona. Y Aurora Rodríguez era una de las personas más malvadas que imaginarse pueda. Una mujer violenta, cruel, egomaniaca, despótica e inclemente que se disfrazaba con un perverso discurso de abnegación y heroísmo. Su desequilibrio psíquico no hizo más que multiplicar estos siniestros rasgos hasta el delirio.
Aurora Rodríguez había nacido en 1879 en Ferrol, hija de un abogado adinerado y dentro de una familia con fama de ser bastante extravagante. Nunca fue al colegio, pero se leyó toda la biblioteca paterna, que abundaba en textos de socialistas utópicos: Saint Simon, Owen, Fourier y sus falansterios. De estos pensadores premarxistas, que intentaban encontrar un modo de aliviar el sufrimiento de la clase obrera; del superhombre nietzschiano y de las teorías eugenésicas, tan en boga entonces, que apostaban por la creación científica de una raza de seres superiores, sacó Aurora un indigesto y confuso ideario revolucionario que se resumía, esencialmente, en que ella iba a ser la salvadora del mundo. Ya a los 23 años pensó en crear una colonia eugenésica en una de las fincas de la familia, con sirvientes seleccionados a los que cruzaría entre sí y educaría correctamente, y a los que luego enviaría a repoblar la Tierra. Esta especie de ganadería de superhombres no llegó a realizarse: incluso la propia Aurora debió de ver que era impracticable. Pero fue un antecedente del experimento con su hija.
Aurora adoraba a su padre y detestaba a su madre de una manera anómala y extrema. Era profundamente misógina: los varones le repugnaban físicamente, pero las personas de su propio sexo le parecían indignas: “La mujer es, por doloroso que resulte confesarlo, lo peor de la especie humana”, decía, por ejemplo. Y también: “La mujer en general carece de alma. Hay animales con un alma mucho más exquisita que la mujer”. En esto Aurora era totalmente convencional, porque la inmensa mayoría de los varones de entonces opinaban barbaridades semejantes. Me imagino lo mucho que debió de odiar Aurora su condición femenina, siendo como era tan altiva y soberbia, tan ávida de alcanzar el más alto destino de la Tierra. ¿Y cómo iba a llegar a esas alturas sublimes de poder y prestigio, si no era más que una mujer en un tiempo en el que las mujeres no eran nada? Resolvió el problema recurriendo al único poder esencial que nunca han podido arrebatar los hombres a las mujeres, ni siquiera en los momentos de mayor sexismo: la capacidad de engendrar. La trágica historia de Aurora y Hildegart es un producto de su época.
Rodríguez vivió soltera y virgen con su padre hasta que éste murió cuando ella tenía 35 años. Entonces, dueña ya de su herencia y de su destino, puso en marcha su plan. Ya había escogido al posible padre, un capellán castrense bastante estrafalario, medio escritor, medio aventurero. Se acostó con él tres veces en los días adecuados y sólo con el fin de preñarse, cosa que logró. A continuación se mudó a Madrid, en donde dio a luz a Hilde en diciembre de 1914.
Y ahí empezó el largo, larguísimo tormento de la niña. Una cría que nunca tuvo amigos. Que jamás pudo jugar con chicos de su edad. “No he tenido infancia”, le dijo un día Hildegart al periodista Eduardo de Guzmán: “La necesité íntegra para estudiar sin descanso de día y de noche”. Una vecina con la que las dos mujeres llegaron a entablar bastante relación (Hilde le llamaba la abuelita) declaró en el juicio que en doce años jamás las había visto besarse, y la propia Aurora dijo que había acariciado a su hija en muy contadas ocasiones, y sólo cuando ya estaba muy crecida. También reconoció que a veces la pegaba. La madre de una compañera de colegio dijo que Aurora, “que nos era odiosa a todas las demás madres”, iba a llevar y a recoger a Hilde a clase, y que era raro el día en que no la cubría de improperios y golpes por algún motivo nimio, un lápiz perdido, un error en un ejercicio.
Imaginemos a esa niña completamente sola, sometida al sádico capricho de una madre demente. Año tras año, Aurora obligó a Hilde a cumplir su mesiánico programa; y cuando la cría alcanzó los catorce, la lanzó al mundo como conferenciante, política, periodista, escritora. Para entonces vivían en un pequeño ático de dos habitaciones y terraza en Galileo, 44, tan aisladas de todos que en la mesa del comedor sólo había dos sillas. Iban siempre vestidas de negro, “para evitar las tentaciones de la coquetería”. Hilde se pasaba el día aporreando su máquina de escribir. “¡Trabaja, hija, trabaja!”, ordenaba Aurora cada vez que se detenía el tecleo siquiera un instante (lo contó la criada). La madre acompañaba a su hija absolutamente a todas partes, incluso a las reuniones de partido; y si, cuando iban a un periódico a entregar algún artículo, Hildegart se entretenía hablando un momento con los compañeros, Aurora le obligaba a interrumpir la charla y a marcharse, en más de una ocasión con lágrimas en los ojos.
Todo esto era ya lo suficientemente horrible, pero, aunque parezca mentira, empeoró. Hildegart se había convertido en una muchacha grande y robusta con un rostro carnoso que, en las fotos, parece soso y pánfilo, pero que en vivo debía de tener su gracia, porque todos los contemporáneos la definían como una chica guapa (el mismo día del asesinato, cuando le preguntaron por qué había matado a su hija, Aurora contestó: “Porque era tan hermosa”). Y además estaba teniendo un éxito tremendo, el éxito al que siempre la empujó su madre, pero que ahora sin duda provocaba grandes celos en Aurora. Por último, Hilde crecía y quería vivir, respirar por sí sola, liberarse de ese encierro uterino y enloquecedor en el que estaba atrapada y que definió muy bien el socialista Julián Besteiro, que fue profesor de la muchacha: “En los estudios Hilde es, sencillamente, formidable, pero este fenómeno de ir tan pegada a su madre me evoca la imagen de una cría de canguro encapsulada en bolsa invisible y con el cordón umbilical intacto”.
Todas estas circunstancias empeoraron gravemente los síntomas de Aurora, que estaba más enajenada cada día. Empezó a imaginar diabólicas conjuras para captar la voluntad de Hildegart, conjuras en realidad encaminadas a acabar con ella, con Aurora, pues ella era en verdad la única importante y los enemigos sólo usaban a su hija como vehículo para hacer daño a la insigne madre. Mientras tanto, la fama de Hildegart traspasaba fronteras. Se carteaba habitualmente con el escritor H. G. Wells y con el no menos famoso sexólogo Havelock-Ellis. Ambos británicos le aconsejaron que fuera a pasar una temporada a Inglaterra, y esa propuesta debió de ser como un sueño de liberación para Hilde. Además parece ser que la muchacha se enamoriscó de un joven político, Abel Velilla, compañero del Partido Federal. Eso terminó de cerrar la trampa mortal. Hay una foto conmovedora de la muchacha, tal vez la última que le hicieron: ha cortado sus pesadas y aburridas trenzas y luce un pelo cortito, coqueto y rizado. Además, va adornada con pendientes y un modesto collar. Se había convertido en una mujer que quería gustar. Una aberración para su madre. “Desgraciadamente, cada día notaba que mi influencia (en Hildegart) era menor”, declaró Aurora en el juicio. Y no estaba dispuesta a consentirlo.
Para abril de 1933 la agresiva paranoia de Aurora se había hecho insoportable. Un día Hildegart le pidió que la dejara vivir sola, o al menos con la vecina a la que llamaban la abuelita. La petición generó broncas, violencia, dramas desquiciados, noches enteras de tortura emocional. Al cabo, Aurora fingió aceptar. Pero todo era una mera apariencia. A finales de un mes de mayo tórrido, Hilde mandó una tarjeta al periodista Cohucelo, una de las pocas personas que mantenían algún trato con las dos mujeres: “Amigo Cohucelo, venga a vernos esta noche si es posible, hay algo urgente”. El hombre acudió y le recibieron en la terraza. Aurora explicó que Hilde parecía mostrar especial interés en Abel Velilla, y que su hija no estaba en el mundo para contraer matrimonio: “Casarla sería tanto como sacrificar la misión para la que ha venido a la Tierra”. Al oír esto, Hildegart se levantó y lloró durante largo rato contemplando el cielo: “¡Me muero!”, sollozaba. Dos días después, Cohucelo, aún impresionado, llamó por teléfono. Descolgó Hilde, a quien el periodista preguntó: “¿Cómo va ese valor?”. “No puedo hablar, acaba de llegar mi madre. Sólo tengo ganas de morirme”, dijo la muchacha, y colgó abruptamente.
Desde el 27 de mayo, la noche de la visita de Cohucelo, hasta el 9 de junio, fecha del asesinato, Aurora prácticamente secuestró a su hija en el sofocante, recalentado ático de la calle Galileo. La madre no abría la puerta a las visitas e incluso llegó a arrancar el teléfono para que Hilde no pudiera hablar con nadie. Estremece imaginar lo que debieron de ser esos últimos días de encierro y de tormento, de calor y violencia. A finales de mayo, Aurora había pedido a una vecina que le guardara los tiestos y los perros mientras ella hacía un viaje a Cuba de tres o cuatro meses, y le había dado cuatro pesetas por el servicio. Es una mentira que demuestra que ya para entonces tenía planeado asesinar a su hija. Y que pensaba que con tres o cuatro meses saldría libre.
El 8 de junio volvieron a discutir. Como cada día, Hilde insistió en irse y Aurora en torturarla. La muchacha, agotada, se acostó y se durmió. Su madre pasó la noche de rodillas delante de la cama de su hija, viéndola dormir. “Y en el centro puntual de la maraña, Dios, la Araña”, escribió la poeta argentina Alejandra Pizarnik antes de suicidarse. Cuando amaneció, la madre araña se desembarazó de la sirvienta ordenándole que sacara a los perros. Luego cogió un pequeño revólver que guardaba en el armario y disparó a Hilde en el lado izquierdo de la frente; a continuación le metió otra bala casi en el mismo lugar. Después le dio un tiro en el corazón y, por último, “aún disparé un tiro de gracia en el carrillo izquierdo”. Extraño lugar para colocar un tiro de gracia, puesto que no afecta a órganos vitales. Pero, eso sí, consiguió destrozarle la cara. El hermoso rostro de su hija.
Hay un detalle aterrador que aún no he contado y que permite intuir la sordidez y la asfixia de ese infierno doméstico: en la casa de Galileo sólo había un dormitorio. Compartían incluso la habitación. Me pregunto cuántas madrugadas debió de pasarse Aurora en vela vigilando el sueño de su hija, celosa tal vez de esas inevitables horas de descanso en las que Hilde no era del todo suya. Y me pregunto si la muchacha estaba durmiendo de verdad en esa última noche; si no tenía miedo de la alucinada, venenosa mirada de su madre. Tal vez la vio venir con la pistola; y tal vez esa violencia final no fue sino un alivio, la única liberación posible para la víctima atrapada en la pegajosa y letal tela de araña.
ROSA MONTERO
Bibliografía: ‘A mí no me doblega nadie’, Rosa Cal, Edicios do Castro. ‘Aurora de sangre’, Eduardo de Guzmán, Edit. G. del Toro. ‘¿Criminales o locos?’, Raquel Álvarez Peláez y Rafael Huertas García-Alejo, CSIC, Cuadernos Galileo de Historia de la Ciencia. ‘Aurora Rodríguez, la tragedia de la Eva futura’, José Manuel Fajardo, Cambio 16 (11-5-87). Véase también la película ‘Mi hija Hildegart’, de Fernando Fernán-Gómez.
domingo, octubre 22, 2006
Johann Sebastian Bach, vida.
Juan Sebastián Bach nació el 21 de marzo de 1685, en Eisenach, Alemania. Murió en Leipzig en 1750. La suya fue una familia de músicos, al menos cuatro generaciones de compositores. En aquella época el trabajo de músico no estaba, ni mucho menos, bien remunerado por lo que su vida fue bastante humilde.
Su tío, el gran compositor, Johann Christoph, es quien enseña a Bach el arte de tocar el órgano que, por aquel entonces, muy pocos conocían.
Sebastián se marcha a Ohrdruf, debido a la escasez económica y la orfandad. Allí es puesto a estudiar en el liceo "Lyceum", en el que empieza a destacarse por su hermosa voz. Entra a formar parte del coro lo que significa, también, ciertos ingresos económicos para la familia.
En Luneburg entra a formar parte del coro "Los Maitines (El Mettenchor)". Durante su estancia allí, muere su tío Johann Crhistoph, dejando una vacante de organista.
El duque de Weimar
Johann Sebastián se interesa en la vacante, pero no la consigue, sin embargo, consigue una plaza en Weimar, centro musical de mucho prestigio.
Bach encuentra, así, su primer trabajo profesional como músico. Tenía 18 años.
De Weimar pasa a Arsntadt donde crea dos obras de gran madurez, pese a su juventud,
El duque de Weimar, luterano convencido y sumamente religioso, hizo construir una capilla para representar teatro musical. El duque llama a Bach.
Aquellos fueron los nueve años más felices en la vida de Sebastián. Sin embargo, las diferencias con la forma de pensar del duque lo obligan a buscar y esperar cualquier nueva posibilidad. Bach ya estaba casado con su primera mujer que habría de darle siete hijos.
20 hijos
Posteriormente Bach abandona Weimar y se dirige a
Allí pasa una vida feliz junto al príncipe Leopoldo. Es durante este tiempo de estancia en Weimar y Kothen, cuando compone sus famosos Conciertos de Branden burgo.
De allí pasa a Leipzig, lugar en el que reside hasta su muerte; allí parece que encuentra un lugar estable.
Juan Sebastián Bach tuvo 20 hijos, de los cuales sobrevivieron 10. Siete engendrados con su primera esposa, de los cuales sobrevivieron cuatro, y trece por su segunda de los cuales sobrevivieron seis
Juan Sebastián Bach
1-/ Una soberbia elaboración artesanal de sus obras, fruto de un riguroso estudio y de una inteligencia asombrosa
2-/ Una sensibilidad divina, profundamente espiritual
Entre las obras de música instrumental más atractivas, y profundamente relajantes se encuentran sus seis "Conciertos de Brandeburgo" y las cuatro suites orquestales
Por otro lado la música litúrgica forma parte muy importante de su obra, y las corales luteranas están muy presentes en ella. Destacan así sus preludios corales para órganos ó las suites. También son de destacar "Variaciones de Goldberg", "El Clave bien temperado" ó "Sonatas y partitas para solo de violín y "Las suites para solo de violonchelo"
Tampoco son de perderse el "Ofrecimiento musical y "El arte de la fuga"
Todas las composiciones de Bach son de una exquisita soberbia y que suponen un deleite para el oido del oyente. Su música es satisfactoria para todos los niveles tanto lo académico como lo espiritual, y es quizá el equilibrio entre la mente y el corazón lo que convierte su música en universal y duradera.
sábado, octubre 21, 2006
Kevin Spacey
Jonh Turturro
Con una gran carrera ya a sus espaldas ha sido injustamente infravalorado en multitud de ocasiones, viéndose relegado a papeles secundarios que no le permitían mostrar todo lo que lleva dentro(tambien hay qeu decir que en la gran mayoría de los casos, Turturro elige los papeles que quiere interpretar, y los que no considera de suficiente calidad los desecha).
Inolvidables sus interpretaciones en Box of Moonlight o El Gran Lebowsky. Y es que sus colaboraciones con los hermanos Coen han sido realmente geniales (hasta en la decepcionante O Brother está genial).
Con una cuidada selección de personajes Turturro ha conseguido forjarse una brillante carrera como actor. Y aunque sobre todo tiene registros cómicos, tampoco se le da nada mal el drama. Incluso ha llegado a dirigir Illuminata acompañado por una sensacional Susan Sarandon.
En fin, que estamos ante un valor seguro a la hora de afrontar una película puesto que su presencia en los créditos suele ser símbolo de calidad.
martes, octubre 17, 2006
domingo, octubre 15, 2006
Paula
Esas cartas precisamente, donde Isabel, le cuenta a su hija su pasado, su historia, mezclándolo con su sufrimiento, sus esperanzas, su dolor... son las que dan paso a esta maravillosa obra.
Corría 1992, cuando Paula es ingresada en un hospital de Madrid, donde se hallaba tratándose de su enfermedad, en manos de uno de los pocos especialistas que había en nuestro país. Isabel Allende se encontraba de gira promocional de su último libro “El Plan Infinito”, cuando recibió la llamada del marido de Paula, diciéndole que esta había sido ingresada, lo dejó todo y corrió al lado de su hija, ya no se movió de Madrid.
Durante ese tiempo mantuvo esa correspondencia imaginaria con Paula, una correspondencia que es un ejercicio de sinceridad, de honestidad y franqueza con su hija y consigo misma, es como si sus palabras ayudaran a Paula a seguir luchando por la vida, a seguir a su lado, pero a su vez le ayudaban a ella a no perder la cabeza y enloquecer de dolor ante la enfermedad de su hija. Sentada al lado del cuerpo inerte de su hija va desgranando palabra a palabra todos sus sentimientos.
Paula, es una obra fruto del dolor y la impotencia de una madre ante la terrible enfermedad de su hija. Una obra clara, concisa, escrita en primera persona.
Un libro que no nos dejará indiferentes, que nos llegará al interior, un libro que hay que leer despacio, sin prisas para entender todo aquello que la escritora intenta explicarnos, por un lado su historia íntimamente ligada a la historia de su país, a nuestra historia contemporánea, por otro lado sus sentimientos más íntimos, su dolor y su desesperación...
Para mí es una de las mejores obras de la literatura actual, donde se nos mezcla la historia de una persona, una historia dura y difícil en sus comienzos, con sus sentimientos y sus emociones más intimas.