lunes, octubre 02, 2006

Spoiler!! Solo leer los que ya la hayan leido!

Ana Karenina. Leon Tolstoi , 1873

Esta novela supuso el cambio de Tolstoi hacia una problemática social y mística que ocupó sus últimos años.

Ana Karenina es, en cierta forma, la consumación heroica del camino que abrió 20 años atrás la historia de la caída en desgracia de la adúltera Emma Bovary. Sin embargo, lo que en Flaubert hay de expiación casi asfixiante por provinciana, adquiere unos tonos casi metafísicos en Ana Karenina. La historia es, por tanto, similar, pero las resoluciones no son parejas.

La trama es simple, de género. Ana, esposa del alto funcionario Karenin, se enamora de Vronski, un guapo militar. Ana, embarazada por Vronski, huye con éste a Italia, desafiando así el acatamiento a las convenciones sociales que le exigía su marido. La alta sociedad rusa le da la espalda mientras se le estrecha el cerco que culminará en el suicidio: su marido no quiere concederle el divorcio y se niega a que vea a su hijo. Desesperada, abrumada por los celos, Ana se arroja bajo las ruedas de un tren. Es ésta una de las escenas literarias de mayor intensidad que nos ha sido concedida leer, por lo menos eso dijo Vladimir Nabokov, que sentía por esta novela una pasión similar a la que le movía por la poesía de Pushkin.

Habría que fijarse en el contrapunto obligado: la historia paralela del terrateniente Levin, que se construye una vida familiar armónica en el campo junto a su mujer Ketty, y que percibe en las palabras de los campesinos las premoniciones de los sermones evangélicos. Levin prefigura el último Tolstoi, quizá el menos comprendido.

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"Si yo quisiera decir con palabras todo lo que traté de expresar en la novela, tendría que reescribir la misma novela que ya he escrito. (...) En todo o casi todo lo que he escrito, he estado guiado por la necesidad de recoger los pensamientos que entrelazé unos con otros para expresarme a mí mismo. Todo pensamiento expresado en palabras pierde su sentido y llega a ser banal cuando queda aislado de la cadena a que pertenece".

"(...) un día de tedio, cuando ya era anciano, muchos años después de que dejara de escribir novelas tomó un libro y empezando a leer por la mitad, se fue interesando y le fue agradando mucho, hasta que miró el título y vio: Ana Karenina, por Lev Tolstoi".

La primera cita está tomada de una carta que Tolstoi escribe comentando su Ana Karenina, la segunda, del Curso de literatura rusa de Nabokov. Entre estas dos situaciones discursivas (que involucran a una misma persona, a un mismo escritor) hay casi treinta años. No obstante, y a pesar de la desmemoria de Tolstoi, una y otra no hacen más que reproducir dos situaciones diferentes en un mismo sujeto. Lo curioso no es que Tolstoi haya olvidado que escribió Karenina -esto carece realmente de importancia- lo que no deja de llamar la atención es, justamente, ese estado cautivo del autor que se desdobla en lector de su propia obra. Lo que deberíamos preguntarnos (o, en todo caso, lo que quiero hacer notar) es si lo que leemos, en lo que muchas veces nos descubrimos (y aquí somos también un poco críticos) funciona en algún sentido como funcionó Karenina para el mismo Tolstoi, ¿qué hace posible -hasta para el autor- ese encantamiento súbito por el relato? Una de las probables respuestas es que esa obra haya sido redactada por un gran escritor. Pero ya volveremos sobre esto.

Una nota del Curso de Nabokov quizá baste para ejemplificar este atributo global de la literatura de Tolstoi: "Cuando se lee a Turguéniev, uno sabe que está leyendo a Turguéniev. Cuando se lee a Tolstoi, se lee porque no se puede dejar el libro". Pero vamos a enfocarnos en las dos situaciones que planteamos al principio: de la primera se desprende una mínima poética personal, que parece inconexa con la anécdota del Tolstoi viejo, a punto de renunciar a la vida en familia, incapaz de reconocer su propio libro, pero absorto en la lectura. Un Tolstoi casi incrédulo sobre los pensamientos-sobre-pensamientos (los libros y las elucidaciones críticas) expresados, naturalmente, en palabras: "que llegan a ser banales y pierden su sentido cuando son aislados de la cadena a la que pertenecen". Sin dudas, a Tolstoi le interesaban menos las explicaciones sociológicas (desprendidas de la técnica pura), de lo pensado y lo escrito, que la novela propiamente dicha. Más tarde, cuando Tolstoi quiso encarnar los ideales de su religiosidad abarcadora de su amor a la humanidad: no sólo el pensamiento literario le parecería ocioso, falto de vida, inconexo con las pulsiones esenciales del ser humano, sino hasta indeseable. La figura del escritor, en su ascetismo, en su despojo de la herencia material, era innecesaria, lejana a las verdaderas obligaciones humanas. Y aquí aparece nuevamente nuestra anécdota; este señor, que constataba en su propia obra la imposibilidad de dar con respuestas a sus inquietudes religiosas, toma un libro de un anaquel: comienza a hojearlo, se interesa en la trama y en los personajes. Dos o tres horas más tarde, ese mismo hombre mirará la cubierta del libro y encontrará su nombre en letras de molde: Ana Karenina, por Lev Tolstoi.

En este punto de su vida es lícito preguntarse por qué Tolstoi no lograba reconocer su propia y extraordinaria condición de escritor, su propio yo, dejando paso al hombre de las éticas cuidadosamente ensayadas; a los libelos sobre el deber, que palidecían al lado de Ana Karenina o Guerra y Paz. Por esa razón Tolstoi hubiera encontrado muy poco interesante al joven Dédalus; su "silencio, exilio y astucia", su voluntad eminentemente estética, su irreligiosidad, constituyen la cara inversa de lo que Tolstoi quería para su vida. Liovin, uno de los ejes de Karenina, reza sin comprender demasiado por qué: su abnegación es ante todo espiritual; va tanteando en una oscuridad espesa la luz de las verdades eternas. "Ahora ya no seré un juguete del azar; cada minuto de mi existencia tendrá desde este momento un profundo sentido que podré imprimir a todos mis actos: el sentido del bien". Lo que implica un alejamiento, un extrañamiento del mundo: es como si Tolstoi hubiera visto, simultáneamente, a través de un lente deformante -pero puro y limpio- alguna clase de futuro: y hubiera dedicado el resto de su vida a alcanzar esa meta presentida. En este sentido, recuerda un poco a Rimbaud, que renuncia a la escritura y va a buscar respuestas a otro lado. Pero volvamos Karenina: estamos ante a un libro que es algo así como un clásico, ante uno de los novelistas más grandes de todos los tiempos. Vamos a tomar el papel de la mujer (puntualmente de Ana) dentro de la novela. En este sentido es interesante ver la relación que surge del diálogo entre diferentes textos, podríamos pensar, por ejemplo, en la Madame Bovary de Flaubert. Es claro que Karenina no es una reescritura de Madame Bovary, Ana no es Emma: "una provinciana soñadora, una zorra lírica que va arrastrándose al amparo de tapias ruinosas hasta el lecho de su amante de turno" como la describe Nabokov. Y Tolstoi no es -ni le interesa- ser Flaubert.

Ana Karenina es una suerte de espejo arquetípico en el que se mirará buena parte de la literatura del siglo XX. Pienso en las heroínas de Faulkner, en esas mujeres aniquiladas y redentoras de sí mismas, que dialogan con el pasado desde la literatura: Temple Drake y Candance Compson, dice Piglia, son las vengadoras posfreudianas de la gran Ana Karenina. Porque lo que define esa sustancia trágica en Ana es el error, ese embestir hacia la nada en el que es fácil pensar en Medea, fatalmente, como si fuera imposible torcer el destino. Ana-Vronski opuestos a Kitty-Liovin: el amor cristiano, filial, como reverso dramático del amor carnal, que para Tolstoi concluye en la adversidad, en la muerte. Y aquí Tolstoi da un paso hacia adelante: lo que convierte a Ana en una especie de mujer definitiva, moral (no hasta el crimen) sino hasta su propia muerte, es esa inclinación hacia lo puro e indivisible. Su amor por Vronski la aleja de su hijo, a quien ama. Es acusada por la sociedad, por la burguesía, que no ve en su aventura a una mujer valiente, sino a una corruptora, torpe y condenada. No obstante, Ana avanza, detrás de una verdad que Tolstoi no profesa pero en la que se asemeja por el modo, un poco a los bandazos, ciegamente. Ana, por diferentes motivos, no resiste la comparación con la señora de Bovary, con Madame de Rênal; ni siquiera con la encantadora duquesa Sanseverina. Ana es la mujer más perfecta en su tragedia (con su opuesto femenino, Kitty) en los moldes de la literatura del siglo XIX.

Un escritor leyendo a otro escritor: ése parece ser el territorio de los verdaderos descubrimientos, de las observaciones refinadas, de los aciertos y la perspicacia. Es el territorio en el que el escritor pone en juego sus estrategias discursivas en otro registro, menos ficcionalizado, más hermenéutico, más crítico. La clase de Nabokov sobre Tolstoi es magistral; cada vez que se hable seriamente sobre Ana Karenina deberá volverse a ese texto. Quiero reproducir un pasaje que me parece esclarecedor de todo lo que hemos venido discutiendo: a propósito de la búsqueda de Tolstoi, sobre ese avance ciego hacia la verdad que ya hemos señalado, interrumpido por el elemento religioso, las éticas de bolsillo y el Nuevo Testamento, Nabokov dice: "Lo que obsesionaba a Tolstoi, lo que empañaba su genio, lo que ahora lamenta el buen lector, es que, de alguna forma, el proceso de búsqueda de la verdad pareciera más importante que el descubrimiento fácil, vívido, brillante, de la ilusión de verdad a través del cristal de su genio artístico [el subrayado es mío]. La vieja Verdad rusa no fue nunca compañera fácil; tenía un temperamento irascible y un andar muy pesado. No era simplemente la verdad, no era una mera pravda cotidiana, sino una ístina inmortal: no verdad, sino la luz interior de la verdad. Cuando Tolstoi acertaba encontrarla dentro de sí mismo, en el esplendor de su imaginación creadora, entonces, casi inconscientemente, estaba en el buen camino. ¿Qué más dan sus peleas con la iglesia grecocatólica dominante, qué importancia tienen sus opiniones éticas, a la luz de este o aquel pasaje imaginativo de cualquiera de sus novelas?" Y estaríamos casi tentados de añadir: "ninguna importancia". Observemos las palabras con que Nabokov describe ese descubrimiento: fácil, vívido, brillante. No hay forma (ni laconismo) más acertado para definir la escritura de Tolstoi. Ese es, de existir, el verdadero placer del texto. Con goce, cabalmente sentimos que ese fluir por las páginas se construye con facilidad, vívida y brillantemente. Ahí están Tolstoi y su Ana Karenina: eternizados; inmóviles para siempre en su cruz de la Verdad. Y ahí estamos nosotros, vale decir: el buen lector (Tolstoi incluido), indagando sus verdades; con súbita fascinación de iniciado, capaces de olvidar para siempre lo leído y lo creado: un día volveremos a tener el libro entre las manos y, lentamente, nos dejaremos ganar por la trama y los personajes.
Tumba de León Tolstoi

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